miércoles, 14 de noviembre de 2007

Mientras cae la lluvia…

Relato finalista en el certamen "Parkinson Astorga 2006"

Sentada ante el ordenador con un nuevo texto ante mí, miré de reojo a mi madre que estaba a mi lado. Era uno de esos días de marzo en los que el reloj no avanza. La lluvia cae insistentemente en la calle, y desde por la mañana me ha parecido que va a anochecer en cualquier momento. Un día gris y aburrido, un día de lluvia.
-Carla, ayúdame
-Ya voy mamá
-Necesito que vengas rápido, porque veo por la ventana a un hombre que creo que es tu padre, quiero que lo llames para que entre, que tengo que hablar con él.
Mi padre llevaba muerto tres años, pero mi madre se empeñaba en reconocerlo en todos los hombres que veía. No había aceptado su muerte. No la recordaba. Su enfermedad la había reducido a una silla de ruedas y a ser para el resto de sus días una “niña” de setenta y nueve años que solo sabía jugar y que no se movía de su sillón.
Yo me sentía fatal cada vez que tenía que decirle que mi padre había muerto, porque ella se disgustaba tanto como si en realidad la hubiera cogido de sorpresa la noticia, lloraba y solo decía que no lo aceptaba, que yo era mala y se lo decía para hacerle daño; me insultaba, se enfadaba conmigo, pero al rato ya se le había olvidado y me volvía a preguntar. Así todos los días. Pero no me importaba, para mí lo primero era mi madre y estaba dispuesta a ayudarla en todo lo que estuviera en mi mano. Sabía que poco o nada mejoraría, todo lo contrario, una enfermedad degenerativa no tiene cura. Solo necesitaba paciencia y gracias a Dios, de esa tenía bastante.
Debido a su enfermedad dejé mi trabajo en la editorial en la que estuve los últimos treinta años, pero teniendo en cuenta mi buen comportamiento y mi situación familiar me permitieron hacer mi trabajo desde casa y mandarles las traducciones por correo electrónico. Un buen invento, pensé aunque tuve que hacer algunos cursillos para poder hacerlo, ya que yo no soy de nuevas tecnologías, soy de las de máquina de escribir Hispano-Olivetti de toda la vida, pero hay que subirse al carro de la informática que es lo que viene pisando fuerte; y heme aquí con más de cincuenta años, yendo a clases con chavalillos de veinte a aprender a manejar “eso del Internet”, “un invento diabólico” según palabras de mi tía Amparo, pero en cualquier caso algo tremendamente útil y necesario en los tiempos que corren.
Aprendí todos estos inventos y me siento la mujer más realizada, aparte del trabajo también chateo por el Messenger con un ciber novio que me he echado, así el poco tiempo libre que me deja el trabajo y el cuidar de mi madre lo dedico a “charlar” con él y de ese modo tengo un aliciente en esta vida gris que llevo. Espero que algún día nos podamos conocer en persona, y quien sabe, tal vez podamos ser novios de los de antes, si no es así seguiremos en el ciber espacio, total, somos felices.
-Ya voy mamá, ahora mismo. Ya se que tienes hambre, ahora merendamos las dos.
-No quiero merendar, quiero que me cuentes otra vez la historia que me contaste antes, que se me ha olvidado, y cuando venga tu novio dile que entre a verme, que lo quiero ver, hace mucho tiempo que no lo veo.
Mi madre seguía pensando en Ramón, el vecino que siempre estuvo enamorado de mí y que harto de mis desplantes se casó con una maestra algo mayor que él. Se imaginaba que estábamos juntos y que éramos novios.
-La historia que te conté ayer era muy aburrida, así que hoy te voy a contar otra mucho mejor, verás como ésta te gusta más.
Poco a poco comencé desgranándole a mi madre una historia extraída de mi último trabajo, un libro de una escritora inglesa, que se ha hecho millonaria gracias a las ventas de sus libros para niños, una historia llena de fantasía que mantuvo a mi madre entretenida toda la tarde, primero escuchando, y luego me preguntaba de vez en cuando como seguía aquella aventura mientras que la lluvia repiqueteaba el cristal de la ventana del salón.
-¿En Londres llueve como aquí?
-Más, en Londres llueve casi a diario.
-Pues entonces yo me quiero marchar de Londres, aunque esa historia que me contaste me gusta, mejor me quedo.
-Mama, no vivimos en Londres, vivimos en un pueblo de la provincia de León, en Londres sucede esta historia que te estoy contando, pero no tiene nada que ver con nosotras.
-¿Tu no tenías una amiga en Londres?
-Si, Ana.
-¿Por qué no viene algún día a verme?
-Es que Ana trabaja y Londres está muy lejos de aquí.
-Ah, pues podemos ir nosotras.
-Bueno, podemos ir… con la imaginación ¿vale?
-Vale.
-Pues cierra los ojos, pero no me hagas trampas, yo también los cierro, me agarras fuerte fuerte de las manos, que vamos a Londres. Sujétate bien a mí que el avión va a despegar. Ya casi estamos llegando.¡qué lástima que ya es tarde para tomar el té! ¿Sabías mamá que en Londres todo el mundo toma el té a las cinco en punto?
-¿Siiií? pues lo tomamos también nosotras, pero con pastas ¡que tengo un hambre!
-Voy a prepararlo. Ahora mismo vengo y te sigo contando.
Mi madre era como una niña, pero yo trataba en todo momento de que fuera feliz y creo que lo estaba logrando, juntas jugábamos, le contaba cuentos, la hacía reír y a veces la engañaba, pero ella era feliz. Mientras el agua empezaba a hervir busqué dos tazas bonitas para que todo fuera diferente, para eso estábamos en Londres, ¡no faltaba más!, yo que compro las tazas de dos en dos, las tengo de muchas maneras.
-Mierda, exclamé al ver que mi taza favorita estaba hecha añicos en el suelo de la cocina, no se que me pasa en las manos que todo se me cae. Cogeré otras.
-Este té está delicioso, ¡como se nota que estamos en Londres!
-me alegro que te guste mami, a mí también me gusta mucho, le dije de forma distraída mientras pensaba en mi taza rota y en la forma en que se me había caído de la mano, no, no puedo pensar eso, es que estaba pensando en “nuestro viaje a Londres” y me despisté, eso es enfermedad de viejos y yo, solo tengo cincuenta y tres años. Es imposible.
-Carla, estas pastas inglesas están riquísimas, ¿tu no comes?
-Si, claro están muy buenas.
-Pues yo quiero otra de chocolate, me la pones en el dedo, que me gusta.
-¿así?
-si.
Medité durante toda la tarde el suceso de la taza y las conclusiones a las que llegué no me gustaron nada. Me senté frente al ordenador para ver si al pulsar las teclas notaba algo raro, pero no, todo estaba bien. Sin embargo, el día que vaya con mamá al médico se lo tengo que contar. Él descartará cualquier posibilidad, o dará un diagnóstico más acertado que el mío.
Durante las semanas siguientes tenía otra ocupación más, vigilar mis manos para ver su comportamiento. No sabía si era producto de mi imaginación o realmente me temblaba el pulso más que antes, pero ya tenía ganas de que llegara el día veintitrés para que el doctor Espinosa me tranquilizara, o me preocupara aún más.
Llegó el tan temido día y tras unas cuantas preguntas y ver su cara comprendí que una terrible enfermedad se estaba apoderando de mí, del mismo modo que otra terrible enfermedad se estaba apoderando de mi madre. Mi fortaleza se vino abajo, yo con Parkinson, en su fase inicial pero ahí estaba, y en mi mente una sola pregunta. ¿quién cuidará de mi madre? No pude más y rompí a llorar.
-No llores, que no es tan grave. Apenas tienes un tenue indicio de la enfermedad. No te impedirá hacer vida normal. Además suponiendo que se te desarrolle del todo tienen que pasar unos cuantos años, y tal vez para entonces…
-No me engañes, sabes que no lo soporto.
-No te estoy engañando, te estoy diciendo la verdad. Tu me conoces y sabes que nunca engaño a mis pacientes; menos a ti, que además eres mi amiga. Se está avanzando mucho en el conocimiento de esta enfermedad, y se espera que en un futuro no muy lejano se cure, o al menos se atenúen tanto sus síntomas que apenas se note su presencia.
- ¿Me lo dices para tranquilizarme?
- No, te lo digo porque es verdad.
Después del mazazo que supuso el diagnóstico que me dio David, y de su tranquilizadora conversación, me fui para casa con la mente llena de pensamientos contradictorios. Estaba llena de preguntas sin respuesta, augurando un futuro incierto en el que lo que más me preocupaba era mi madre. No sabía si las palabras de David serían del todo ciertas o sería que me hablaba desde la posición del amigo y no desde la del doctor. Sólo me quedaba esperar, vivir día a día viendo que no estaba tan mal como yo había pensado, que solo me temblaban las manos si estaba nerviosa.
Ánimo, resignación, paciencia, valentía para enfrentar lo que venga y siempre mirando hacia adelante, me repetía a mí misma cada día al levantarme de la cama. Esos deseos me hacían pasar el día con la sonrisa en los labios y pensando en la cantidad de personas que están peor que yo, en mi madre, que empeora por momentos, y en todas esas personas que tienen que luchar con enfermedades peores que la mía, que las hay.

viernes, 5 de octubre de 2007

El puntiagudo tridente de Lola

Soy la mala de la película. -Se dijo a sí misma Lola cuando vio como reaccionaban ante sus pesquisas [...]

A Lola no la veían llegar nunca, cuando ellos “iban, Lola venía” [...] Lola disfrutaba con sus ironías cuando les hablaba en plan sarcástico pero ellos no parecían darse cuenta de las indirectas ni de las preguntas impertinentes de Lola. [...]

Todavía tenía su última frase sugerente: “El puntiagudo tridente espera el momento, mientras su atuendo rojo realza sus encantos” [...]

No pensaba juzgar a los protagonistas de esta historia [...]
Ella conocía sus pasos gracias a su perspicacia y a que era algo brujilla, pero le agradeció de igual modo (aunque ahora él se arrepentía) que confiara en ella en algo tan personal contándole la historia de la que Lola, aficionada escritora, hacía tiempo que había escrito este relato.
Lola es vidente, se gana la vida adivinando el futuro y a veces en su bola de cristal salen cosas que ella ve "sin querer"; otras veces las cartas muestran actitudes erróneas pero sabe distinguir entre unas y otras, no obstante... a veces se equivoca.

jueves, 20 de septiembre de 2007

estudiando la mirada de mis brujas

1. La del elegante y ajado vestido de noche

Fui colocando una a una mis brujas en una estantería según las iba adquiriendo, unas procedían de regalos de gente muy especial, otras las compré yo influenciada por el embrujo que despedían ; el caso es que poco a poco fui consiguiendo una buena colección de “brujitas de la suerte”, nombre inocente con el que estaban a la venta en las tiendas en las que las compré. Las coloqué de forma aleatoria, pero a juego con mis gustos.
Cada una de ellas colocada en su lugar parecía representar un papel asignado dentro de mi decoración, con gatos negros, con bola de cristal, cociendo pócimas en una inmensa perola o proclamando conjuros, cada una a lo suyo, pero con sus ojos penetrantes me dicen algo que me parece una invitación a ser una de ellas, algo que, por otra parte, he deseado toda mi vida.
Persigo algo así como un cierto afán de cambiar el mundo por un lugar más bello, tener a mis pies aquello que no tengo, adivinar detrás de cada palabra todo lo que esconde, escrutar en cada mirada todo aquello que no deja ver, hacer pagar a los malos todas sus fechorías… “yo de mayor quiero ser bruja” todavía a mis treinta y tantos sigo diciendo cada vez que alguien aborda el tema; y es cierto, de pequeña cuando leía cuentos no siempre era el príncipe el personaje que más me llamaba la atención, el príncipe siempre guapo y apuesto además de la condición social que prometía, casi siempre era algo pánfilo y descafeinado. Y la princesa siempre la más tonta del cuento y a la que le pasaban mil y una perrerías, yo tenía muy claro que mi personaje favorito era la bruja; siempre tenía en sus manos la posibilidad de cambiar el rumbo de la historia aunque casi siempre al final del cuento saliera mal parada.
Seguí soñando, ¿soñando? con ellas y cuando abrí los ojos y las miré, seguían recitando el personaje para el que habían sido entrenadas, decorar, pero adentrándome un poco más en el destello de su mirada pude comprender que fingían; no eran tan inocentes como parecía en su papel de adornos, en el fondo ocultaban algo, algo que yo estaba dispuesta a descubrir.
Me quedé mirando a una de ellas, la que más me gusta, la que a su lado tiene un gato y está sentada en un taburete remendando un elegante y ajado vestido de noche, mientras a su espalda una olla expele un espeso humo resultante de la cocción de unos rabos de lagartija, ojos de culebra sangre de ratón y unos pocos ingredientes más. Sus ojos verdes penetraron en mis ojos verdes, y asustada por mis pensamientos me levanté de la cama y en ese preciso instante camino de la ventana que da al jardín me tropecé con el espejo del tocador donde pude ver mi rostro; con la cara de dormir y una expresión de miedo en ella, los cabellos revueltos, no solo no tenía ningún atractivo, sino que me parecí a ella, todavía no tengo la verruga, es un lunar incipiente, pero nos parecemos.


2. La de la escoba y sonrisa burlona


Por todas partes oía sus risas escandalosas, distintas carcajadas que me hicieron estremecer. Sin embargo, yo las miraba y todas ellas estaban como siempre, el rictus de sus caras no se había movido lo más mínimo, y hasta el cerco de polvo en la madera seguía en el mismo lugar.
Era imposible que se hubieran cambiado de sitio y se volvieran a colocar en su lugar inicial; cada una de ellas seguía haciendo su trabajo, como siempre, eran inmóviles figuras de cerámica que de forma continua e inanimada decoraban un rincón de mi casa, simples objetos de adorno a los que mi subconsciente se había empeñado en dar vida.
Al cabo de un rato de mirarlas ya me convencí que no se movían y aquella que se parecía a mí la miré mejor y pude comprobar que no, todo había sido producto de mi imaginación. Me volví a tapar, adopté mi postura favorita y apagué la luz tratando de dormir un rato más; la pantalla de mi despertador mostraba en números rojos las cinco de la mañana y todavía me quedaban tres horas de sueño, así que trataría de dormir y despejar de mi mente aquella pesadilla.
Algo me hizo abrir los ojos y vi una bruja revoloteando en su escoba por encima de mi cabeza; me estremecí al ver que uno de sus dientes emitía un destello luminoso que nunca antes había visto. Es una que me regaló Laura y me gusta mucho. La bruja se aferraba fuertemente a su escoba para no caerse y su sonrisa burlona parecía decirme algo. Encendí de nuevo la luz para cerciorarme de que todo eran imaginaciones mías y, en efecto, vi que la posición de la bruja era la de siempre: suspendida de la lámpara y montada sobre su escoba; el destello era inexistente. Podían ser las estrellas doradas adheridas a su capa lo que brillaba en la oscuridad.
Me quedé pensando en la cantidad de brujas que hay disfrazadas de princesas y me dormí haciendo inventario de las famosas y guapas, y de otro grupo que sin ser tan famosas ni tan guapas están más al alcance de mi vista, aquellas hipócritas que te engañan haciéndote creer que les importas algo; esas que todos estamos pensando en alguna.
Me volví a adentrar en el oscuro mundo de mis brujas, enredadas en sus quehaceres cotidianos disimulando una perversa intención: una vez entregada a los brazos de Morfeo intentaban llevarme con ellas e integrarme en su grupo privándome para siempre de mi rutinaria vida, para lo que poco a poco me iban iniciando en sus ritos a través del sueño. Ya no me hacía tanta ilusión ser bruja.

3. La bruja sentada en el tejado rojo


Al levantarme por la mañana lo primero que hice fue coger una caja y meter en su interior todas mis brujas, ya no me gustaba tenerlas cerca, pero sobre todo no me gustaba que me observaran mientras dormía; quería evitar que pudieran penetrar en mi subconsciente sin poder defenderme y así poder dormir a pierna suelta todas las noches. Una de ellas – la que me regaló Inma - se me quedó mirando y enseñándome los dientes; la que está sentada encima de un tejado rojo en compañía de dos búhos y un gato, lleva un escotado vestido malva y un gran gorro negro. Fui a pasar la tarde a casa de mi prima, le conté lo sucedido y me dio una infusión para relajarme. Al instante de tomarla noté como su efecto relajante se apoderaba de mi, fui para mi casa y me dormí.
Alrededor de mi cama cual cuatro angelitos tenía cuatro brujitas dispuestas a “velar mi sueño”, con mala cara y en actitud amenazante que me apuntaban con armas tales como: serpientes, lanzas terminadas en fuego, escobas afiladas como puñales y uñas que se clavaban en mi cara y amenazaban con sacarme los ojos. Intentaban que me fuera con ellas, pero, ¿adonde? Querían que atravesara el espejo y, ante mi asombro, pude pasar a través de él, una de ellas me guiaba el camino, un oscuro pasadizo lleno de telarañas y olor a humedad por el que me tenía que deslizar. Ya no tenía dudas, me llevaban con ellas al mundo de las sombras, al que iban cada noche al apagarse la luz y dejar de ser adornos.
Esta tarde, mi prima me había enviado al móvil un extraño mensaje relacionado con las brujas y el mal de ojo, al que no hice demasiado caso -ahora me daba cuenta- mi prima era una de ellas, la estaba viendo con mis propios ojos, me había dado algo con la infusión que me hizo dormir para apoderarse de mi voluntad. Me había engañado.
El camino por el laberinto era cada vez más largo, un túnel desembocaba a otro túnel. Mis brujitas cobraban vida a medida que el cortejo avanzaba, habían crecido, eran tan altas como yo y cada vez me daban más miedo. Solo quería despertarme y acabar con aquella pesadilla, sin embargo era todo tan real…
Llegamos por fín a una estancia muy grande donde había más brujas -de otras colecciones, supongo- parecía que se preparaban para un aquelarre que no había empezado todavía. Era una sala con asientos alrededor de una gigantesca bola de la que emanaba una luz cegadora. En la bola se reflejaba nuestro recorrido - y lo que me inquietó aún más- mi cama; me habían observado no se cuanto tiempo y yo no me había enterado de nada.
Mis temores eran cada vez mayores, no tenía la menor idea de lo que pensaban hacer conmigo pero un escalofrío recorrió mi cuerpo ante el miedo de lo que podía pasar.
No se con exactitud cuantas horas pasaron, porque me aburrí de presenciar conjuros y plegarias alrededor de una humeante olla de la que pretendían hacerme tomar una copa de un desagradable color verde y que desprendía un olor nauseabundo, con el fin de iniciarme en sus ceremonias decían. Yo traté de resistirme a tomar aquel brebaje, pero por sus miradas deduje que nada ni nadie me salvaría, de modo que decidí hacer como cuando de pequeña me hacían tomar uno de aquellos jarabes para la tos que me sabían a rayos y no saborear aquello, si no tragarlo deprisa y terminar de una vez.


4. La de la pluma y el pergamino

Cuando la más horrorosa de todas las brujas me estaba agarrando; en nuestro forcejeo por intentar zafarme de ella me sobresalté de tal manera que me desperté, me desperté en mi cama asustada y sudorosa. La historia se repetía como todos los días, miraba por todas partes y no notaba nada diferente en mi habitación, las brujas ya no estaban, todo estaba en orden, como lo había dejado yo. ¿Habría sido un sueño?, o era que las brujas lo habían preparado todo para que yo no le diera importancia pensando que lo había soñado, pero era todo tan real, hasta en el espejo se veía una mancha por el lugar que yo había entrado en el laberinto, estaba desconcertada de tal manera que no sabía si estaría volviéndome loca, lo que si sabía era que tenía que hacer algo rápidamente.
Al día siguiente al levantarme de la cama me tropecé con un envoltorio en la alfombra que despertó mis sospechas, lo miré, lo cogí y decidí llevárselo a mi amiga Isabel, que como trabaja en un laboratorio sabe de esas cosas, a que me dijera que eran aquellas diminutas partículas que habían quedado en el interior del envase. Si no estaba loca, que me imaginaba que no, todo aquello tenía que tener una explicación, y yo estaba dispuesta a encontrarla antes que se me cruzaran los cables todavía más.
Una llamada de Isabel me informó de que en el inocente envase había restos de LSD, y después de informarme un poco de sus efectos comprendí lo que me había pasado, me había tomado una de aquellas pastillas que mi compañera de piso guarda tan celosamente en un cajón y de las que hace mucho tiempo cuando se las ví y le exigí que tirara, me dijo haberse deshecho, aunque ahora puedo cerciorarme de que no fue así.
Fui inmediatamente al cuarto de Gema a mirar si por casualidad todavía tenía más y después de revolver todo lo que quise y de enfrentarme a ella a causa del asalto a su intimidad pude ver que guardaba algunas más, no se con que intención, pero allí estaban aquellas pastillas con dibujitos que habían sido la causa de mi locura.
Me puse a pensar en la forma en la que me pudo hacer tomar aquello sin que yo me diera cuenta, y no solo conseguí descifrar todos mis movimientos, es más, Gema en todo el día no estuvo en casa, no nos vimos, por lo tanto solo quedaban dos posibilidades: o yo misma tomé la pastilla de su cuarto, o una de mis inocentes brujas me la hizo tomar aprovechando un descuido de mi parte, por cierto una bruja que está sentada en un taburete con una pluma en la mano y escribiendo en un pergamino, tiene en el suelo a su lado una extraña cajita, y… ahora que me fijo mejor… se parece a Gema un montón, por cierto, ahora que lo pienso…esa me la regaló ella.

Fin