En uno de mis viajes a los reinos mágicos, aparecí de improviso en un país en el que todos los hombres eran enanos. Las casas eran diminutas y para ellos todo estaba tan alto que no llegaban a las alturas ni siquiera subiéndose a un taburete. Los árboles eran inmensos y parecían monstruos cuando se hacía de noche. Los habitantes de aquel país medían medio metro y vestían de una forma un tanto extraña. Siempre de rayas; vestimenta que, al ojo, los hacía más diminutos todavía.Yo no soy alta, pero mido uno sesentaypico y aquellas miniaturas, con cara de pocos amigos me hacían gracia. Llegué a entablar conversación con alguno de ellos y pude comprobar que tenían muy mala leche.
-Ya sé, son los enanitos de Blancanieves.
-¿Cómo se llamaba el que siempre estaba enfadado?
-Sí, ya me acuerdo, Gruñón. Hace tantos años que no leo cuentos que se me ha olvidado.
Me acerqué sigilosa a preguntar a uno bastante viejo que dormía plácidamente a la sombra de un pinar y de un salto, como movido por un resorte, se colocó a mi lado y con cara de pocos amigos me dijo:
-Lárgate de aquí, que en este pueblo mando yo y no permito que nadie venga a perturbar mi sueño.
-Disculpe señor…
-Ni señor ni leches. Tu ¿De dónde has salido?, ¿Quién eres y qué haces aquí?, ¿Cómo te atreves a despertarme de mi siesta?, ¿Tu sabes quién soy yo?
-Pues no, señor. Era lo que trataba de hacer. Mire yo he llegado aquí por esa carretera de ahí y de pronto me he visto en un pueblo muy raro.
-¿Raro? Lo único raro que hay aquí eres tú. No te permito que vengas a alterar la paz a un lugar tranquilo, gigantona. Aquí vivimos muy felices y no queremos gente como tú. Márchate ahora mismo por donde has venido. Este pueblo es mío y no te permito que estés aquí ni un segundo más.
-Pues no me pienso ir. A mí me gusta mandar y en este pueblo, como soy la más grande no creo que tenga ningún problema. El enano cada vez estaba más enfurecido. Su enorme cabeza estaba roja de ira y hacía un ruido extraño con la boca; parecía que me quería comer de un bocado. Yo no le tenía miedo porque me llegaba a la rodilla, pero estaba tan enfurecido que decidí marcharme a probar suerte con otro. -Seguro que éste es el enano Gruñón – pensé, tiene toda la pinta de ser el Cascarrabias al que los demás dejan solo para que desahogue su ira debajo del pino.
A medida que me fui adentrando en el pueblo, empecé a ver que tenía mucho encanto. Monumentos interesantes, una preciosa plaza y un puente que nada más verlo me resultó familiar. Las casas eran del tamaño de una ciudad normal y todo parecía de tamaño normal excepto aquellos seres diminutos que parecían ser los únicos pobladores de aquel extraño lugar. Seguí andando con la certeza de que encontraría gente “normal”.
No había andado dos pasos cuando desde la terraza de un bar, me llegaron unas voces que me hicieron mirar hacia allí. Era una mesa diminuta, de unos quince centímetros de alta y alrededor de ella, con unas tazas, como de juguete, había unos seis hombrecillos de aquellos en lo que parecía ser una estampa habitual del lugar.-Aquí me puedo quedar porque puedo ser útil –pensé. Cuando tengan que limpiar las campanas de esa iglesia, o para colocar bombillas de colores en las fiestas, para recoger la fruta de los árboles o en mil ocasiones en las que necesiten llegar a un lugar alto.
Me acordé de las palabras del Cascarrabias, cuando me llamó rara. Realmente yo en aquel extraño lugar era rara, muy rara. Los hombrecillos del bar me miraron asustados, como si hubieran visto un fantasma, pero yo me acerqué a ellos en son de paz.
-No temáis, no os haré daño.
-¿De qué extraño lugar vienes y que es lo que quieres de nosotros? No nos hagas daño.
-No. No os haré daño. Os contaré lo que me ha pasado, ¿vale?
-Vale, dijo uno con cara de buena gente.Me senté en el bordillo para no ser tan alta y les conté mi aventura. No daban crédito al pensar que en mi país toda la gente fuera tan alta como yo y más. –Algunos miden hasta dos metros- les dije; como cuatro de vosotros. Me invitaron a uno de sus mini-cafés, con una mini-rosquilla y me lo tomé. Así pasé algo más de una hora con ellos y nos hicimos amigos. No paraban de preguntarme cosas de mi país y se quedaban con la boca abierta cuando les contaba el tamaño de las cosas. No se lo podían creer.
Cuando más amena estaba la conversación llegó el Cascarrabias y con muy malos modales intentaba que me fuera y que los hombrecillos no hablaran ni una palabra conmigo.
-Ya te he dicho que aquí, en este pueblo mando yo y que te largues ahora mismo. Llevas aquí mucho tiempo y no te permito que envenenes a mis hombres con tus ideas locas.
-Usted no les puede prohibir hablar con quien quieran.
-Ellos viven tranquilos y hacen lo que yo les diga.
-Están muy a gusto hablando conmigo y me han pedido que me quede un tiempo en esta ciudad, hala.
-¿Quéeeeeee? Refunfuñó, echando saliva por la boca.
-Lo que ha oído, que me quedo. Y me pienso quedar a dormir en esa casona grande que hay en la plaza. Ellos me han dado su permiso.
-De eso nada. Esa casa es mía y no doy autorización para que un monstruo como tu entre en ella. Vete a tu horrible país de gigantes y no vuelvas nunca.
-Tranquilo Taponín-, dijo uno de los hombres más amables.-No te alteres. Déjala que se quede esta noche y mañana ya veremos que hacemos. Es muy tarde y no puede marchar ahora que se va a hacer de noche. Que se quede en la casona y mañana hablamos con ella, pero no seas tan refunfuñón hombre, que va a pensar que eres mala persona.
-Que piense lo que quiera. A mí que me importa.
-No se preocupe Don Taponín. Verá que mañana hablaremos más relajados y… tal vez le de una razón para que no me quiera echar de aquí.
-No pienso hacer tratos con una gigantona. Mañana te vas y te vas. Da gracias a estos mataos que tengo que me han convencido, pero mañana a las ocho de la mañana te vas. Uno de los enanos más amables, Jacobín, me llevó a la que sería mi habitación por una sola noche, de momento. Me enseñó la estancia y me quedé maravillada con los muebles, cuadros y tapices que allí había.
-Si parece un palacio. Por fuera es una casa bonita, pero no me imaginaba que por dentro fuera así. Es una preciosidad. Me gustaría quedarme aquí mucho tiempo, pero mucho me temo que el Cascarrabias no me lo permitir
-Esta será tu habitación. No sé si habrá algo de ropa que te puedas poner. No creo, pero en ese armario igual hay algo que te sirva – me dijo mostrándome un armario muy antiguo.
-Gracias, no sabes cuánto te lo agradezco.
-Es un honor para nosotros tener una invitada como tu. Disfruta de esta estancia y si nos lo permites más tarde vendremos a verte.
-Gracias, no sabes cuánto te lo agradezco.
-Es un honor para nosotros tener una invitada como tu. Disfruta de esta estancia y si nos lo permites más tarde vendremos a verte.
-Fíjate que te lo pensaba pedir yo. Se me haría muy larga la noche aquí sola.
-Pues vendremos unos cuantos, con nuestras mujeres y te hacemos compañía un rato.
-Gracias, no sé cómo te lo voy a pagar…
-Nosotros a ti, has traído alegría a una ciudad sin vida. Desde que manda este, nos tiene a todos sometidos a sus caprichos. Se piensa que le pertenecemos y que tenemos que hacer lo que él nos diga.
-¿Y eso? No podéis permitir que os dé órdenes. Sólo faltaba. En mi país esto no pasa. Manda un señor, es cierto pero cuando algo no nos gusta se lo decimos y no le queda más remedio que cambiarlo. Si no lo cambia, lo cambiamos nosotros a él.
-¿Cómo dices? ¿Lo cambiáis? Nosotros no podemos decirle nada, porque manda él. Nosotros somos sus siervos.
-Ah, no no. Eso en mi país es impensable- dije.
Poco a poco le fui contando los detalles de la forma de gobierno existente en mi país y el hombrecillo abría unos ojos como platos. No daba crédito a lo que escuchaba.
-Jo, ya podía ser aquí también así. Yo me presentaría para que me eligieran como mandón.
-No se dice mandón, se dice Presidente si es el que manda en el país y alcalde al que manda en la ciudad o pueblo.
-Bueno, pues eso. Báñate si quieres y manda que te preparen algo de cenar, que voy a cenar con mis hijos y mi mujer y a avisar a más gente. En dos horas venimos para pasar la velada contigo.
Así Jacobín se fue hacia su casa, no sin antes dejar dicho a alguien que yo me quedaba allí y que me trataran bien. No tuve ninguna queja ya que una amable mujer me preparó una deliciosa cena y me dejó unos trajes de princesa que, aunque no me veía con ellos puestos, me permitieron deshacerme por un buen rato de mis ajustados vaqueros. Elegí uno de color granate que era más o menos de mi talla y la imagen que me devolvió el espejo no me desagradó. Me peiné el pelo con un cepillo que parecía surgido de otra época y lo dejé suelto cayendo sobre los hombros. –Parezco una dama medieval, pero me gusta. Estoy distinta.
Bajé al gran salón y allí congregados había docenas, cientos de hombrecillos de aquellos que, curiosos, me miraban embobados. –Qué grande, se oía cuchichear entre los presentes. –Es enorme. Todos querían acercarse a mí y hacerse fotos conmigo. Parecía que nunca habían visto nada igual. Y yo me sentía como una reina ante su séquito, con aquellas ropas increíbles , con música de fondo y en medio de aquella diminuta multitud…
-Creo que me voy a desmayar de tanta felicidad. Cuando se lo cuente a mis amigas no se lo van a creer. Dirán que es otra de mis fantasías, que como no tengo novio me dedico a fantasear historias de hadas y príncipes azules. Pues en esta historia no hay. Son todos feos, enanos, con barbas, con barriga, cabezones…, que no, que no son mi tipo. Que en mi mundo tal vez, pero aquí no encuentro novio.
Cuando cesó la música los enanos querían hablar y presentarse, pero eran tantos que muy fácil nos darían las tantas y no terminaríamos. Ante tal cuestión, Jacobín cogió el móvil y llamó a Taponín para pedirle permiso para quedarme hasta el domingo. A regañadientes el Cascarrabias aceptó, no sin antes hacernos prometer a Jacobín y a mí que haría todos los trabajos que por cuestión de altura yo podía y ellos no. No dudé ni un instante en aceptar y así me quedé en aquel mágico lugar unos cuantos días más. Semanas, tal vez meses. No sabría decir, porque poco a poco me fueron cogiendo cariño y se daban cuenta de que necesitaban a una persona “alta”.
Pasaron los meses y me fui enterando de todos los detalles de aquellos personajes. Así supe que antiguamente en aquel lugar no vivían enanos. Eran personas de una estatura normal. Hacía muchos muchísimos años una extraña maldición se apoderó del lugar y el único habitante que quedó vivo tras una larga y cruenta guerra, se hizo dueño y señor de la entonces villa.
Jacobín me contó la historia por la que aquel extraño lugar era… tan extraño. La historia era así: Un hechicero llamado Mierdín y algo aficionado a la brujería, que no demasiado experto, hizo un conjuro con el fin de apoderarse del lugar en el que sus padres habían ejercido de criados a cambio de unas cuantas palizas y un mendrugo de pan. Harto de que todos los habitantes fueran ricos y él pobre, tejió un plan para que las cosas cambiaran y la suerte estuviera alguna vez de su parte. Comenzó a echar a una enorme perola todo tipo de ingredientes sin reparar en la cantidad y calidad de los mismos. Cuando estaba hirviendo, sacó la perola a la plaza grande y conjuró a las nubes. Las nubes comenzaron a echar agua que se impregnaba de los efluvios que salían de la perola. Cuando el agua se evaporó comenzaron los problemas. La gente de la villa, al respirar aquellos vahos, se sintió mal. Tenía unos extraños mareos y convulsiones que, irremediablemente los llevaron a la muerte. Antes de morir, el viejo Arritmio, invocó a las fuerzas del mal y de sus labios, casi inertes, salió un terrible conjuro que fue a parar al pecho de Mierdín
El lugar quedó sembrado de cadáveres que Mierdín, con ayuda de una pala fue enterrando a las afueras de la población. Sólo quedó vivo él y una mujer fea y desdentada que por su condición no encontró novio con el que casarse. Mierdín estuvo años estudiando el modo de deshacerse de ella, como lo había hecho con el resto de habitantes, pero cuando tenía preparada la sentencia ejecutora, le daba pena y se volvía atrás. Así pasó el tiempo y a falta de una guapa, Mierdín se apañó con lo que había. Tuvieron tres hijos. Pasaban los años y notaban que aquellos hijos, aparentemente normales, no crecían. Preocupados Mierdín y su esposa, fueron a un médico de la capital. El médico le diagnosticó una enfermedad llamada malalechenvidisivergoncería. La enfermedad se iría manifestando a medida que pasara el tiempo y los afectados encogerían hasta medir de treinta a cincuenta centímetros y la cabeza les crecería de manera desproporcionada. Lo malo es que esta enfermedad se trasmitiría de generación en generación y todos sus sucesores la padecerían.
Mierdín quiso saber a qué se debía aquella extraña enfermedad y el médico le dijo que debido a un conjuro que habían hecho hace tiempo y que había tenido consecuencias desastrosas para todos los que portaran sus genes. El médico le estuvo dando más detalles, sin embargo, Mierdín supo rápidamente el motivo de aquella alteración genética que sufrían sus hijos y que padecerían todos sus sucesores.
Maldijo a todos los espíritus y se echó las manos a la cabeza perturbado por el futuro que les esperaba a los suyos. Tienen todo lo que hay en estas tierras- dijo. El poder siempre será de nuestra familia, y las tierras, y los títulos, y las propiedades y todo. Nadie me podrá quitar nunca más nada.-Dijo con una estrepitosa sonrisa. Todo es mío. No me importa esta desgracia, tengo lo que más quería: poder y dinero. Con el dinero que tenemos dará igual que mis hijos sean feos o guapos.
Cuando Mierdín comenzó a sentirse mayor, allá por los 70 años, redactó un testamento muy especial: el mayor de los hijos heredaría el poder; el mandato sobre los demás y una cuarta parte de los bienes, el segundo la mitad de los bienes y el tercero la cuarta parte restante. Si había más hijos, para esos no había herencia a menos que alguno de sus hermanos quisiera compartir la suya. Si eran mujeres, nada. Su cometido era casarse con hombres ricos, y si no lo conseguían, no tenían derecho a nada ni servían para nada; simplemente eran idiotas y lo mejor era matarlas. En todo caso, tanto esto, como el reparto con el resto de hermanos, era opcional. Si la herencia no se cumplía, una serie de desgracias se cebaría en todos ellos menos en el mayor, que en ese caso, heredaría todo. Aparte, todos vestirían de rayas.
Así, quince o veinte o treinta generaciones después llegó Taponín con sus aires de grandeza, sus ínfulas y sus ganas de mandar. Por derecho de la herencia familiar redactada por su taratatatatarabuelo Mierdín le correspondía una parte de los bienes de la familia y el ansiado mando, que era lo más codiciado del legado. Algunos hijos pequeños no habían dudado en matar al heredero para asegurarse, al menos, una parte de la herencia. Taponín había matado a su único hermano para quedarse con todo. Todos los habitantes de la ciudad, parientes entre sí, estaban a las órdenes de Taponín. Incluso la policía, estaba supeditada al mandato de Taponín y su crimen quedaría impune, como siempre.
No dejaría a nadie inmiscuirse en sus cosas ni en sus formas de gobernar. Sin embargo, cuando se acostó esa noche, se miró al espejo y se imaginó el rostro de su antepasado. Sabía la historia porque la había oído relatar en múltiples ocasiones y siempre conservó ese lado déspota y autoritario que heredara de Mierdín, pero esa noche, había tenido el presentimiento de que a su muerte, que no veía lejana, algo cambiaría en la ciudad.
Yo, como no tenía prisa y nadie me esperaba, decidí quedarme para ver en lo que paraba la historia. Tenía curiosidad por conocer el futuro de aquellos extraños amigos que me trataban como a una princesa y cada día me contaban una sorprendente e interesante historia.
-Pues vendremos unos cuantos, con nuestras mujeres y te hacemos compañía un rato.
-Gracias, no sé cómo te lo voy a pagar…
-Nosotros a ti, has traído alegría a una ciudad sin vida. Desde que manda este, nos tiene a todos sometidos a sus caprichos. Se piensa que le pertenecemos y que tenemos que hacer lo que él nos diga.
-¿Y eso? No podéis permitir que os dé órdenes. Sólo faltaba. En mi país esto no pasa. Manda un señor, es cierto pero cuando algo no nos gusta se lo decimos y no le queda más remedio que cambiarlo. Si no lo cambia, lo cambiamos nosotros a él.
-¿Cómo dices? ¿Lo cambiáis? Nosotros no podemos decirle nada, porque manda él. Nosotros somos sus siervos.
-Ah, no no. Eso en mi país es impensable- dije.
Poco a poco le fui contando los detalles de la forma de gobierno existente en mi país y el hombrecillo abría unos ojos como platos. No daba crédito a lo que escuchaba.
-Jo, ya podía ser aquí también así. Yo me presentaría para que me eligieran como mandón.
-No se dice mandón, se dice Presidente si es el que manda en el país y alcalde al que manda en la ciudad o pueblo.
-Bueno, pues eso. Báñate si quieres y manda que te preparen algo de cenar, que voy a cenar con mis hijos y mi mujer y a avisar a más gente. En dos horas venimos para pasar la velada contigo.
Así Jacobín se fue hacia su casa, no sin antes dejar dicho a alguien que yo me quedaba allí y que me trataran bien. No tuve ninguna queja ya que una amable mujer me preparó una deliciosa cena y me dejó unos trajes de princesa que, aunque no me veía con ellos puestos, me permitieron deshacerme por un buen rato de mis ajustados vaqueros. Elegí uno de color granate que era más o menos de mi talla y la imagen que me devolvió el espejo no me desagradó. Me peiné el pelo con un cepillo que parecía surgido de otra época y lo dejé suelto cayendo sobre los hombros. –Parezco una dama medieval, pero me gusta. Estoy distinta.
Bajé al gran salón y allí congregados había docenas, cientos de hombrecillos de aquellos que, curiosos, me miraban embobados. –Qué grande, se oía cuchichear entre los presentes. –Es enorme. Todos querían acercarse a mí y hacerse fotos conmigo. Parecía que nunca habían visto nada igual. Y yo me sentía como una reina ante su séquito, con aquellas ropas increíbles , con música de fondo y en medio de aquella diminuta multitud…
-Creo que me voy a desmayar de tanta felicidad. Cuando se lo cuente a mis amigas no se lo van a creer. Dirán que es otra de mis fantasías, que como no tengo novio me dedico a fantasear historias de hadas y príncipes azules. Pues en esta historia no hay. Son todos feos, enanos, con barbas, con barriga, cabezones…, que no, que no son mi tipo. Que en mi mundo tal vez, pero aquí no encuentro novio.
Cuando cesó la música los enanos querían hablar y presentarse, pero eran tantos que muy fácil nos darían las tantas y no terminaríamos. Ante tal cuestión, Jacobín cogió el móvil y llamó a Taponín para pedirle permiso para quedarme hasta el domingo. A regañadientes el Cascarrabias aceptó, no sin antes hacernos prometer a Jacobín y a mí que haría todos los trabajos que por cuestión de altura yo podía y ellos no. No dudé ni un instante en aceptar y así me quedé en aquel mágico lugar unos cuantos días más. Semanas, tal vez meses. No sabría decir, porque poco a poco me fueron cogiendo cariño y se daban cuenta de que necesitaban a una persona “alta”.
Pasaron los meses y me fui enterando de todos los detalles de aquellos personajes. Así supe que antiguamente en aquel lugar no vivían enanos. Eran personas de una estatura normal. Hacía muchos muchísimos años una extraña maldición se apoderó del lugar y el único habitante que quedó vivo tras una larga y cruenta guerra, se hizo dueño y señor de la entonces villa.
Jacobín me contó la historia por la que aquel extraño lugar era… tan extraño. La historia era así: Un hechicero llamado Mierdín y algo aficionado a la brujería, que no demasiado experto, hizo un conjuro con el fin de apoderarse del lugar en el que sus padres habían ejercido de criados a cambio de unas cuantas palizas y un mendrugo de pan. Harto de que todos los habitantes fueran ricos y él pobre, tejió un plan para que las cosas cambiaran y la suerte estuviera alguna vez de su parte. Comenzó a echar a una enorme perola todo tipo de ingredientes sin reparar en la cantidad y calidad de los mismos. Cuando estaba hirviendo, sacó la perola a la plaza grande y conjuró a las nubes. Las nubes comenzaron a echar agua que se impregnaba de los efluvios que salían de la perola. Cuando el agua se evaporó comenzaron los problemas. La gente de la villa, al respirar aquellos vahos, se sintió mal. Tenía unos extraños mareos y convulsiones que, irremediablemente los llevaron a la muerte. Antes de morir, el viejo Arritmio, invocó a las fuerzas del mal y de sus labios, casi inertes, salió un terrible conjuro que fue a parar al pecho de Mierdín
El lugar quedó sembrado de cadáveres que Mierdín, con ayuda de una pala fue enterrando a las afueras de la población. Sólo quedó vivo él y una mujer fea y desdentada que por su condición no encontró novio con el que casarse. Mierdín estuvo años estudiando el modo de deshacerse de ella, como lo había hecho con el resto de habitantes, pero cuando tenía preparada la sentencia ejecutora, le daba pena y se volvía atrás. Así pasó el tiempo y a falta de una guapa, Mierdín se apañó con lo que había. Tuvieron tres hijos. Pasaban los años y notaban que aquellos hijos, aparentemente normales, no crecían. Preocupados Mierdín y su esposa, fueron a un médico de la capital. El médico le diagnosticó una enfermedad llamada malalechenvidisivergoncería. La enfermedad se iría manifestando a medida que pasara el tiempo y los afectados encogerían hasta medir de treinta a cincuenta centímetros y la cabeza les crecería de manera desproporcionada. Lo malo es que esta enfermedad se trasmitiría de generación en generación y todos sus sucesores la padecerían.
Mierdín quiso saber a qué se debía aquella extraña enfermedad y el médico le dijo que debido a un conjuro que habían hecho hace tiempo y que había tenido consecuencias desastrosas para todos los que portaran sus genes. El médico le estuvo dando más detalles, sin embargo, Mierdín supo rápidamente el motivo de aquella alteración genética que sufrían sus hijos y que padecerían todos sus sucesores.
Maldijo a todos los espíritus y se echó las manos a la cabeza perturbado por el futuro que les esperaba a los suyos. Tienen todo lo que hay en estas tierras- dijo. El poder siempre será de nuestra familia, y las tierras, y los títulos, y las propiedades y todo. Nadie me podrá quitar nunca más nada.-Dijo con una estrepitosa sonrisa. Todo es mío. No me importa esta desgracia, tengo lo que más quería: poder y dinero. Con el dinero que tenemos dará igual que mis hijos sean feos o guapos.
Cuando Mierdín comenzó a sentirse mayor, allá por los 70 años, redactó un testamento muy especial: el mayor de los hijos heredaría el poder; el mandato sobre los demás y una cuarta parte de los bienes, el segundo la mitad de los bienes y el tercero la cuarta parte restante. Si había más hijos, para esos no había herencia a menos que alguno de sus hermanos quisiera compartir la suya. Si eran mujeres, nada. Su cometido era casarse con hombres ricos, y si no lo conseguían, no tenían derecho a nada ni servían para nada; simplemente eran idiotas y lo mejor era matarlas. En todo caso, tanto esto, como el reparto con el resto de hermanos, era opcional. Si la herencia no se cumplía, una serie de desgracias se cebaría en todos ellos menos en el mayor, que en ese caso, heredaría todo. Aparte, todos vestirían de rayas.
Así, quince o veinte o treinta generaciones después llegó Taponín con sus aires de grandeza, sus ínfulas y sus ganas de mandar. Por derecho de la herencia familiar redactada por su taratatatatarabuelo Mierdín le correspondía una parte de los bienes de la familia y el ansiado mando, que era lo más codiciado del legado. Algunos hijos pequeños no habían dudado en matar al heredero para asegurarse, al menos, una parte de la herencia. Taponín había matado a su único hermano para quedarse con todo. Todos los habitantes de la ciudad, parientes entre sí, estaban a las órdenes de Taponín. Incluso la policía, estaba supeditada al mandato de Taponín y su crimen quedaría impune, como siempre.
No dejaría a nadie inmiscuirse en sus cosas ni en sus formas de gobernar. Sin embargo, cuando se acostó esa noche, se miró al espejo y se imaginó el rostro de su antepasado. Sabía la historia porque la había oído relatar en múltiples ocasiones y siempre conservó ese lado déspota y autoritario que heredara de Mierdín, pero esa noche, había tenido el presentimiento de que a su muerte, que no veía lejana, algo cambiaría en la ciudad.
Yo, como no tenía prisa y nadie me esperaba, decidí quedarme para ver en lo que paraba la historia. Tenía curiosidad por conocer el futuro de aquellos extraños amigos que me trataban como a una princesa y cada día me contaban una sorprendente e interesante historia.
5 comentarios:
Hola Mª Ángeles, gracias por visitar me blog. Venía a "cotillear" un poco los tuyos, veo que tienes 2, así que, en cuanto tenga algo de tiempo me vuelvo a pasar con más tranquilidad.
Un abrazo
Hooooooooooola, soy la otra.
Gracias por tu visita y me gusta como escribes así que me crearé un enlace.
Gracias por tu visita y comentario. Voy a quedarme un rato por aqui leyendote. Por cierto, muy interesante el fotomontaje de zp jeje
Me sacaste una sonrisa
Nos leemos
Hola, paso a saludar y leerte, me encanto esta historia, gracias por dejarme tu huella, ves? te segui y me encanto leerte. Te dejo un beso, cuidate.
MªAngeles, gracias por tu visita a mi blog y por tu apoyo.
Un beso
Publicar un comentario